miércoles, 9 de mayo de 2012

CAPITULO 3
La luz del día languidecía cuando abrió los ojos. Al intentar moverse, le invadió la agonía. Se recostó, inspirando profundamente para controlar el dolor mientras trataba de recordar por qué yacía sobre un charco de sangre detrás de una enorme roca redondeada. Le llevó un momento de intensa concentración recordar lo sucedido. Entonces tuvo la certeza de que tenía que salir de allí lo más rápidamente posible, antes de que los vigilantes regresaran a buscarle. Pronto anochecería, pensó Tom, lo que dificultaría que le localizaran. Además oyó resonar un trueno a lo lejos. Sería una suerte que estallara ahora una tormenta, pues haría más difícil que siguieran su rastro. Tom se sentó con dificultad y se tomó un momento para coger fuerzas y orientarse. Había muchos ranchos en esa zona. Y, si no se equivocaba mucho, Rolling Prairie no quedaba demasiado lejos.
Al darse cuenta de que se le acababa el tiempo, se puso en pie tambaleándose y, oscilando peligrosamente, comenzó a andar por pura fuerza de voluntad. La sangre le empapaba la ropa y se preguntó cuánta podía llegar a perder un hombre antes de morir desangrado. Avanzó lentamente por el cañón, permaneciendo consciente a base de repetir mentalmente la lista de las razones por las que no se podía confiar en las mujeres. Empezó por su madre, que les había abandonado por un viajante cuando vivían en Illinois. Amargado por la marcha de su esposa, su padre había terminado por vender la granja y la casa y se había trasladado a Montana. Se había pasado la vida recordándoles una y otra vez que confiar en una mujer no daba más que problemas, y casi siempre había tenido razón. Bill había aprendido la lección de la manera más dura. Cortejó a Loretta Casey, la belleza del pueblo, y se comprometió con ella. Pero la inconstante señorita le había dado calabazas después de que él se hubiera enamorado de ella. Loretta le dejó por un petimetre del Este que le ofreció la oportunidad de vivir en la gran ciudad, algo a lo que su hermano se había negado en reiteradas ocasiones. También Georg encontraba que las mujeres eran demasiado exigentes para su gusto. La única chica por la que se había interesado el menor de los Delaney, había insistido en que trabajara con su padre en una tienda y en que se olvidara de ir de juerga. Aunque a Georg no le hubiera importado lo último, le encantaba trabajar en el rancho.
Luego recordó sus propios errores. Comenzando con el día en el que se había casado con Katia Summers. En aquel momento, tenía veintiún años y estaba enamorado, o eso creía. Dio por hecho que se casaba con una virgen tímida e inocente, aunque enseguida descubrió que se había casado con una mujer experimentada que dedicaba todo su tiempo libre a acostarse con sus múltiples amantes. Cuando la encontró en la cama con John Reed, que había sido su novio antes que él, la había echado a patadas del rancho. Gordon Kaulitz, el padre de Tom, recurrió a todas sus influencias para conseguir la anulación. Así que tanto su madre como Katia dejaron en Tom una profunda huella que le había llevado a jurarse que no daría otra oportunidad a ninguna mujer.
Trastabillando a través del oscuro cañón, recordó a su madre y revivió la angustia que su abandono había provocado en la familia. Al madurar y hacerse más sabio, no olvidó aquella lección. Las mujeres podían arruinar la vida de un hombre. Le gustaba el sexo y buscaba disfrutarlo cada vez que iba a la ciudad, pero aquéllas eran relaciones que servían únicamente para satisfacer su lujuria. Tenía sus preferidas entre las jóvenes que vendían su cuerpo encima del saloon de Stumpy, pero ninguna significaba para él más que un buen revolcón. Tom estaba ya al límite de sus fuerzas. Había comenzado a llover cuando dejó atrás el cañón y ya no tenía la mente lúcida. ¿Eran alucinaciones o realmente estaba viendo el oscuro contorno de una casa a lo lejos? Sentía tanto calor que notaba fuego en la garganta y más sed que un hombre en el desierto. Sin embargo, a pesar de estar mareado por la pérdida de sangre, se obligó a continuar, pues sabía que si se detenía perdería cualquier esperanza de sobrevivir. Si no le encontraban los animales salvajes, lo harían los vigilantes. Tom cayó de rodillas. Le atravesó un horrible dolor. Quería acostarse, cerrar los ojos y olvidar aquel sufrimiento, deseaba dejarse llevar por la inconsciencia. Luchó contra el impulso de darse por vencido mientras la casa adquiría forma en la oscuridad. Par¬padeó. No era un espejismo, había un edificio delante de él, a no más de cien metros.
La luz que se derramaba por las ventanas guió a Tom como un faro. Utilizó sus últimas energías para alcanzar el porche delantero, tambaleándose sin detenerse hasta conseguir su objetivo. Cuando se detuvo a recobrar el aliento, se dio cuenta de que no estaba usando el sentido común; no debía llamar a la puerta de unos desconocidos sin saber si podía confiar en ellos. Necesitaba agua y descanso para lograr recuperarse lo suficiente y evaluar la situación con cierta lógica.
Vio que había una bomba en el patio y se acercó despacio a ella. No había nadie a su alrededor, lo que le pareció extraño en un rancho de aquel tamaño. Recurrió a sus últimas fuerzas para bombear y se arrodilló para recibir el primer chorro en la boca. Cuando decidió que ya había bebido lo suficiente, se dirigió casi arrastras a la parte trasera de la casa en busca de un cobertizo o de algún edificio anexo dónde poder refugiarse. Pero vio algo mejor: la entrada a un sótano. Hizo palanca en la puerta y bajó los escalones a trompicones. Una vez dentro, volvió a cerrar la puerta. Se encontró en una oscuridad absoluta. Usó el sentido del tacto para localizar un saco de patatas y se apoyó en él. Exhausto, después de aquel último alarde de fuerzas, se dejó caer y, finalmente, se abandonó a una bendita inconsciencia.
La sensación más dolorosa de sus veintiocho años de vida le despertó. La boca le sabía a sangre y parecía como si una manada de caballos salvajes corriera en estampida dentro de su cabeza. No tenía palabras para describir el dolor que sentía en la espalda. Era lo suficientemente listo como para saber que si la bala no había salido, el envenenamiento de la sangre terminaría por matarle. Algunos afilados rayos de luz captaron su atención, y levantó la vista hacia las tablas del techo que conformaban el suelo de la habitación que había sobre su cabeza, percibiendo breves retazos de lo que ocurría arriba. La claridad era muy fuerte, por lo que dedujo que ya era de día y que había permanecido inconsciente du¬rante toda la noche y parte de la mañana. Volvía a tener sed y es¬taba todavía más débil que la noche anterior. Entonces oyó ruido de pasos en las tablas y agudizó la atención. El sonido de voces se filtró hasta donde estaba. Intentó escuchar y, a duras penas, logró entender algunas palabras. Las voces pertenecían a un hombre y una mujer.
—Ya empiezo a aburrirme de tantos aplazamientos, _________ (TN). Como no fije pronto la fecha de nuestra boda, daré orden para que mi banco embargue su propiedad. —Como sabe de sobra, señor Rivas, el Circle F no está hipotecado. Mi padre se ocupó de que tanto el rancho como las tierras estuvieran libres de cargas. Si posee una hipoteca, es falsa. —¿Está insinuando que soy un embustero? —se regodeó Rivas No se escuchó nada durante un buen rato y Tom se preguntó si el tal Rivas habría acobardado a la mujer y conseguido que se callara. Pero pronto resultó evidente que ella tenía más tem¬ple del que él le suponía. —Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo, Mario Rivas. Es un mentiroso y un tramposo y no me casaría con usted ni por todo el oro del mundo. Además, estoy profundamente enamorada de mi prometido. Pronto nos casaremos. Él se ocupará de poner fin a este juego que usted se trae entre manos. —Un prometido —repitió Rivas con desprecio—. No me lo creo. ¿Dónde vive? ¿Por qué no ha aparecido todavía por aquí? _______ (TN), es usted una embustera
—Le dijo la sartén al cazo... —replicó la mujer. —No intente engañarme, querida. He deseado que sea mía desde el primer momento en que la vi. Al principio era su padre quien se interponía en nuestro camino, pero su muerte ha cam¬biado las cosas. Usted quiere conservar el rancho, ¿verdad? Eso está bien, me gusta. Nuestras tierras son colindantes, las suyas tienen hermosos prados y el agua que a las mías les falta. Al casarnos poseeremos una enorme porción del territorio de Montana. Como su querido prometido no aparezca pronto por aquí, será mejor que vaya pensando en casarse conmigo para no perder sus tierras. —Llevó la mano al sombrero—. Buenos días, querida. Después de que Mario Rivas saliera, ________(TN) Fuller cerró la puerta con la fuerza suficiente como para hacer rechinar los goznes. ¡Le quedaban dos semanas! Llevaba seis meses dándole largas a ese individuo, justo desde que murió su padre. Sabía que el banquero mentía sobre la hipoteca, pero aunque llevaba todo aquel tiempo buscando la escritura del rancho, no había logrado encontrarla. Debía estar en algún sitio, pero ¿dónde?
Los documentos de la hipoteca que le había mostrado parecían auténticos, pero estaba segura de que su padre no hubiera empe¬ñado el rancho sin decírselo. Puede que no tuvieran mucho dinero, pero siempre habían salido adelante en tiempos difíciles sin nece¬sidad de sacrificar las tierras.
A sus veintidós años, ________(TN) Fuller no comprendía el efecto devastador que tenía en los hombres. Era rubia y de ojos azules, y sus muchos pretendientes decían que poseía una peculiar belleza que, sin embargo, ella no percibía. Su padre, Robert Fuller, le había dado mucha libertad después de que su madre muriera, cuando ella tenía doce años, y durante todo ese tiempo había desarrollado ideas propias, una mente aguda y un temperamento en consonancia, por lo que no tenía ganas de atarse a nadie. Se encontraba igual de cómoda con una camisa de franela que con un vestido y, desde la muerte de su padre, había administrado el rancho sin más ayuda que Manuel, un viejo y brusco vaquero que llevaba trabajando para ellos toda la vida. El anciano, que si respondía a otro nombre, jamás se lo había dicho a nadie, era su único apoyo. El resto de los vaqueros, o bien habían abandonado o bien habían sido ahuyentados por los hombres de Rivas. Cada dos por tres aparecían partidas de cuatreros para robarles el ganado, algo que la estaba llevando al borde de la ruina. Además, tras la muerte de su padre, había comprobado en carne propia que a los vaqueros no les gustaba demasiado trabajar para una mujer.
Como los demás rancheros de la zona ofrecían mejores salarios, ella se encontraba con el agua al cuello y sentía el aliento de Ribvas en el cogote; se le acababa el tiempo. Cuando descubriera que no estaba comprometida con nadie, le arrebataría sus tierras, pero casarse con él era una opción que ni siquiera era capaz de considerar. No quería tener nada que ver con ese tramposo ni por todo el oro del mundo. La joven abandonó la casa con la moral por los suelos. Había mucho trabajo que hacer y poco tiempo para llevarlo a cabo. Era casi imposible sacar adelante el rancho en esas condiciones. Sabía que lo mejor sería acercarse al pueblo un poco más tarde para contratar algunos vaqueros, pero las últimas dos veces que lo intentó había resultado una pérdida de tiempo. Rivas había hecho correr el rumor de que estaban al borde de la ruina y que cualquier trabajo en el Circle F sería temporal.
Se dirigió al establo y comenzó a remover el heno del altillo, reparando en que Manuel había pasado antes por allí y había soltado a los caballos para que salieran a pastar. Trabajó sin descanso hasta que le dolieron los brazos y el estómago le rugió de hambre. Aquella mañana sólo había picoteado algo en el desayuno y ya era hora de almorzar. Sospechaba que el anciano también estaría deseando comer algo. Mientras se dirigía hacia la casa, recordó que no le quedaban patatas en la cocina y que tendría que bajar por más. Dobló la esquina del edificio y vio que la puerta del sótano estaba ligeramente entreabierta, pero no le dio importancia. Aunque era pesada, ella estaba acostumbrada a realizar tareas duras y la movió con facilidad haciendo palanca. Bajó con cuidado los escalones en medio de la penumbra. Recordó que el saco con las patatas estaba en una de las esquinas más alejada. Atravesó el recinto a tientas en medio de la oscuridad y casi se cayó cuando tropezó accidentalmente contra un obstáculo que encontró en su camino, un bulto que no debería haber estado allí; que no estaba allí el día anterior. Cayó de rodillas y sus manos chocaron contra algo caliente y suave... algo que parecía humano. Se apartó alarmada. Santo Dios, ¿por qué no había llevado una linterna?
Contuvo un grito cuando el bulto se movió bajo sus dedos. Con suma precaución, palpó y encontró un montón de tela. Pero aquella tela cubría músculos, músculos duros y un pecho ancho y... y una cara cubierta de áspera barba. ¡Un hombre! Se echó hacia atrás y clavó los ojos en aquel individuo. Llena de horror, se preguntó por qué estaba tan quieto y qué hacía en su sótano. De repente, el hombre le rodeó la muñeca y ella lanzó un grito. Un momento después, apareció una luz en la entrada al sótano. —¿Está usted ahí abajo, señorita ________?
Manuel se había detenido en lo alto de las escaleras y sostenía una linterna.
—Oh, Manuel, gracias a Dios. Baja aquí. ¡Rápido!.
—La he oído gritar. ¿No se habrá tropezado con una rata? —preguntó, comenzando a bajar las escaleras—. Coloqué algunas trampas el otro día, cuando vi que se estaban comiendo las patatas y las zanahorias.
—No es una rata —dijo _______, zafándose de la mano del des¬conocido—. Es un hombre.
El intruso emitió un gemido y Manuel se acercó con la linterna en alto. Entonces, _________ y él pudieron echar un vistazo al hombre que había en el sótano.
—Bueno, que me aspen. ¿Qué le pasa? —No lo sé, Manuel. Pero parece que está inconsciente. Quizá esté enfermo. En ese momento, ella vio el charco de sangre que tenía debajo y palideció. —Deja la linterna en el suelo y gíralo lentamente —ordenó a Manuel. El anciano la obedeció, y soltó una maldición por lo bajo cuando vio la cantidad de sangre que empapaba la tierra. —Ha perdido mucha sangre, señorita _________. La joven levantó la chaqueta, el chaleco y la camisa del hombre con sumo cuidado y vio la herida de bala que tenía debajo del omóplato. —Ha recibido un disparo y parece que la bala todavía está den¬tro. Si no se le saca pronto, morirá por la infección. —Cogió el pañuelo del desconocido y se lo apretó sobre la herida.
—En Rolling Prairie no hay un médico decente desde que el viejo Doc Tucker se dio a la bebida —dijo Manuel—. No conseguiremos traer un médico a tiempo, este desgraciado pasaría a mejor vida antes de que llegara. _______ sintió una punzada de compasión por aquel individuo. Jamás se había considerado una mujer particularmente sensible, no podía permitirse el lujo de serlo, pero había algo en ese desco¬nocido que provocaba en ella una emoción extraña. —¿Podrías intentar sacarle tú la bala?
Manuel se rascó pelo canoso y encogió los hombros. —Puedo probar, señorita ______, pero no sé si así impediremos que muera. De todas maneras podemos intentarlo. ¿Está segura de que es eso lo que quiere? Podría tratarse de un individuo peli¬groso, incluso es probable que le persiga la ley. Si es así, tendríamos un montón de problemas.
________ bajó la mirada hacia el extraño descubriendo, con cierta alarma, que era realmente guapo. Sí, podría ser justo la clase de hombre que Manuel acababa de describir, pero ella, por alguna razón, no lo creía así. —Estoy segura, Manuel. Levántalo por los hombros, yo me ocu¬paré de los pies. Entre los dos nos las arreglaremos perfectamente para llevarlo arriba.

1 comentario:

  1. Awww me encantaa la fic !!
    Siguelaa prontoo .. Esta interesantee
    (tn) ya encontroo a su prometidoo..
    Bye cuidate XD

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